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Mujeres decepcionadas

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Salomé García

El Gobierno está a punto de proponer una reforma legal que eliminará del Código Penal el 90% de los abortos que se practican en España. Es la única buena noticia en la reforma legislativa que emprendió el Gobierno hace seis meses. La ley del aborto que propondrá el Ejecutivo, según fuentes conocedoras de su elaboración, dejará sin resolver los agujeros más flagrantes que tiene la legislación actual. Será una ley timorata que, lejos de dar seguridad, desorientará a todas.

Plazos escasos. La nueva ley será de plazos. El Gobierno duda aún si establecerá en 14 o en 16 las semanas de gestación en las que cualquier mujer podrá interrumpir su embarazo sin tener que argumentar por qué. En ningún caso serán las 21 semanas que barajó en origen el Ministerio de Igualdad.

El remiendo de los supuestos. Al no atreverse a llegar a las 21 semanas, pasarán a ser ilegales un 10% de los abortos que se practican actualmente en España, según datos de las clínicas autorizadas para la interrupción del embarazo. Para evitar la contestación que tendría una ley así, los socialistas barajan incluir supuestos en los que la mujer podrá abortar por encima del plazo legal.
Es un truco hipócrita. Por un lado, establece el plazo en la franja más baja de los que rigen en la Unión Europea (Francia, 14 semanas), pero a la vez mantiene un coladero para prolongarlo hasta la semana 22 sin hacerlo a las claras. El supuesto del “peligro para la salud mental o física de la madre” (que actualmente justifica el 97% de los abortos que se practican en España y puede llevarse a cabo hasta el término del embarazo) se limitará a las 22 semanas (a partir de la semana 23, el feto puede ser viable fuera del seno materno).
Las malformaciones del feto serán otra excepción… siempre que se descubran antes de la semana 22. Si  ocurre después, y el Ejecutivo no lo remedia, se verán obligadas a engrosar el colectivo de turistas abortistas, ese que ahora nutre las estadísticas españolas. En Francia, con una ley de plazos de 14 semanas, 5.000 mujeres viajan cada año al extranjero (muchas de ellas a España) para abortar fuera de plazo.

Desprotección legal. La pervivencia de un supuesto despenalizador referido a la salud mental de la madre es el resquicio perfecto para que se cuelen las denuncias de los integristas pro-vida que persiguen a las mujeres que abortan. Mientras pueda dudarse de la legalidad de la acción, la mujer seguirá expuesta a la locura de estos colectivos y de los jueces que dan curso a sus denuncias.

Desigualdad social. La reforma será papel mojado si, como parece, no se atreve con los médicos ni con los gobiernos autonómicos que objetan contra el aborto. La interrupción voluntaria del embarazo, si se despenaliza, debe ser una prestación de la Seguridad Social. Universal y gratuita. Todas las ciudadanas, vivan donde vivan, deben poder acudir a su centro de salud a interrumpir su embarazo. La ley tiene que aclarar si un ginecólogo de la sanidad pública, ejerza en la zona que ejerza, puede negarse a interrumpir un embarazo inferior a 14 semanas. Y si, como ocurre ahora, esa objeción puede sobrevenirle por la mañana y desaparecer en otra clínica (privada) por la tarde.
También debería zanjar la actual discriminación territorial. Ni la sanidad pública ni la privada practican abortos en Extremadura y Navarra; y sólo el Servicio Andaluz de Salud mantiene una red de conciertos con clínicas privadas. Añadir los gastos de desplazamiento a los de la intervención en una clínica privada perjudica a las mujeres con menos medios.

La legislación actual ha cumplido 30 años. Un cambio tan esperado no merece un parche. Abrir el debate tiene un coste electoral, pero cerrarlo en falso puede incrementarlo. Zanjar la cuestión con una ley que no resuelva los problemas detectados desde 1985 sólo genera frustración. Y este Gobierno no puede permitirse mujeres decepcionadas.

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