Cansadas (9) Igualdad afectiva
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El año que cumplimos 40 años, muchas de nosotras no teníamos pareja. Buena parte de nuestro cansancio venía de ahí, de las relaciones tan desiguales que habíamos mantenido. Estábamos cansadas de tanto trabajo, cansadas de cuidar, cansadas de discutir lo obvio, cansadas de que no había manera de repartir por igual, exactamente igual, los tiempos, el ocio, las amistades, las familias, los gustos, el dinero y, sobre todo, lo que no se veía, la generosidad, la empatía, la preocupación… Cansadas además, de hacer la ola cada vez que se producía algo parecido a “lo que debería ser”, cansadas de llevar el peso de la relación y, también, de las exigencias que no se sabe por qué nos habían caído en el reparto. Si queríamos que nuestras parejas fueran igualitarias, teníamos la obligación de formarles, enseñarles, hacer el proceso por ellos y, por supuesto, tener paciencia. “¡Me han educado así!”, era la respuesta habitual. Como si nosotras hubiésemos ido a colegios diferentes, hubiésemos crecido en familias diferentes o hubiésemos tenido otra tele. No se libraban de esto ni siquiera lo “mejores” aparentemente. Todos los estudios indican que los hombres más igualitarios son aquellos que han tenido una pareja feminista o segura de sus derechos y que ha peleado por ellos y se los ha exigido continuamente. ¡Qué agotamiento!
Cansadas, también, de sus caras de fastidio cuando nos iba bien. Cansadas de que no acompañaran en el éxito. Cansadas de que se sintieran menos por nuestros triunfos y en vez de celebrarlos casi tuviéramos que pedir perdón. Cansadas, en definitiva, de tanto compromiso con ellos mismos y tan poco con su pareja. Según el Instituto Nacional de Estadística, la edad media de las mujeres en el momento de la disolución de su matrimonio es de 41,2 años.
Y, ¿cómo son los hombres actuales respecto a las mujeres? Según Luis Bonino, y basándose en distintas investigaciones (Deven y otros, 1998; Godenzi, 1999; Bonino 2005), respecto a los cambios realizados por las mujeres, se pueden dividir en tres perfiles. En un primer lugar estarían los hombres favorables a los cambios de las mujeres. Las investigaciones indican que estos hombres representan actualmente no más del 5% de la población europea. Otros, en aumento, son acompañantes pasivos que delegan la iniciativa en las mujeres y también están los varones utilitarios, que no cuestionan su propio rol pero que se benefician de los cambios de las mujeres (por ejemplo que su pareja tenga un buen trabajo y un buen sueldo), sin reciprocidad. Son llamados también igualitarios unidireccionales ya que aceptan que las mujeres asuman “funciones masculinas” pero no a la inversa. En la práctica, estos varones son desigualitarios porque sobrecargan a las mujeres.
Luego están todos los contrarios a los cambios de las mujeres que conforman lo que llamamos neomachismo o posmachismo, como lo denomina Miguel Lorente en su libro “Los nuevos hombres nuevos. Los miedos de siempre en tiempo de igualdad”. Lorente sostiene que el género masculino ha urdido nuevas tramas para defender su posición de poder y éstas se basan en los supuestos problemas que la incorporación de las mujeres a la vida activa ha tenido, sobre todo, en el ámbito de las relaciones familiares. “Cambiar para seguir igual: ése ha sido el compromiso de los hombres para adaptarse a los tiempos, a las modas y a las circunstancias sin renunciar a su posición de poder, y sin que ninguno de los cambios deteriorara su sólida posición en la estructura social”, afirma Lorente. Es más, añade que muchos de los que se manifiestan como defensores de las mujeres en realidad no lo son. Son los mismos de siempre, con distinta envoltura.
El año que cumplimos 40 años, yo tenía un trastero en Leganés. Era la frase que, a modo de mantra, repetíamos en el círculo de amigas para exorcizar las mentiras del amor romántico, la frase que nos hacia reír y poner los pies en el suelo. “Yo tenía un trastero en Leganés” es sin duda mucho más prosaica que la ya mítica “Yo tenía una granja en África” pero el año que cumplimos 40 años ya estábamos cansadas de Hollywood y sus grandes mentiras, ya sabíamos, nos lo había explicado Gabriela Acher, que el Príncipe Azul destiñe. ¡Cuánto daño han hecho a nuestra generación Memorias de África, Oficial y Caballero y Pretty Woman! Sin embargo, aún no teníamos respuesta a la pregunta que la propia Acher había tratado de contestar: “Si soy tan inteligente… ¿por qué me enamoro como una imbécil?”
Hace unos cuantos años, quizá ocho o nueve, al terminar una jornada sobre violencia de género con organizaciones de mujeres de Pamplona, les pregunté qué planes tenían, sobre qué cuestiones iban a trabajar en los meses siguientes y me contestaron que sobre el amor.
Confieso que casi me molestó. Con todo lo que teníamos que hacer, con tantas cuestiones todavía por arreglar, pensaba yo, ¡y aquellas mujeres valiosas estaban decididas a dedicar sus esfuerzos al amor! Se lo dije, comenzamos a hablarlo, casi a discutirlo y me fui de allí un tanto decepcionada.
Pero le di vueltas a la idea porque si ellas estaban tan convencidas, por algo sería. Y comencé por mí misma. Comencé a preguntarme qué significaba el amor en mi vida, las relaciones de pareja, cómo habían sido, por qué habían funcionado o no y a fijarme en las mujeres que me rodeaban y hacer el mismo análisis.
Después de un tiempo me di cuenta de que por supuesto, tenían razón, claro que tenían razón. Yo era la equivocada. El amor y las relaciones de pareja continúan alimentando la desigualdad. Como diría Cristina Almeida, aún no hemos encontrado la justicia afectiva.
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